
Por Marcelo O. Martínez
El señorito que vino de la capital
Fue en los años ’60 del siglo pasado. Un periodista del diario montevideano El País se presentó en la casa de la señora, que tenía ya cerca de ochenta años. Con libreta en mano y una pregunta sencilla, le solicitó que recordara la primera vez que vio al que había sido el mejor amigo de su hijo. Después de muchas evasivas, la madre de Irineo rompió su silencio casi al final de su vida, revelando con sorpresa al entrevistador: “lo conocí en Paysandú… habrá sido allá por 1900, 1901”. El periodista casi se cae de la silla: estas palabras entreabrían una puerta hacia un pasado muy distinto al que se había contado hasta el momento; un universo que aguardaba ser explorado y comprendido.
A pesar de que seis décadas habían discurrido, su memoria retenía con precisión la fecha de aquel encuentro porque la llegada de Carlitos a Paysandú se entrelazaba en su mente con la partida al más allá de Elodina Escayola Medina (1847–1900), tejiendo un puente de sucesos entre ambos eventos.
Tomasa sabía que el joven había residido en Montevideo, bajo el ala protectora de doña Elodina, hermana del respetado y temido Coronel Carlos Félix Escayola Medina (1845–1915). La casa estaba en la calle Cerro Largo 23, esquina Avda. Gral. Rondeau 1.598. En esa misma manzana, la número 74, sobre la calle Paysandú 162 (hoy 1.162), paralela a Cerro Largo y a escasos metros de Rondeau, los Escayola gestionaban un Despacho de Aduana, a nombre de A. Escayola. En el contexto del siglo XIX —cuando el comercio internacional florecía y las regulaciones aduaneras se volvían más intrincadas—, los despachantes de aduana desempeñaban un papel fundamental. Su labor consistía en allanar el camino para el intercambio de bienes entre naciones, asegurándose de que cada transacción cumpliera con las leyes gubernamentales siempre cambiantes.
El relato de Tomasa se entrelaza de manera coherente con otros testimonios, entre los cuales destaca el recopilado por el Dr. Nelson Sica Dell´Isola, que recoge los recuerdos de Antonio Simone Lacaze (hijo), un individuo cuyo linaje está marcado por personalidades notables de la época. Descendiente de Juan Luis Bartolomé Lacaze (1854–1908) —cuya memoria fue honrada en 1909 con el bautizo de la ciudad y municipio Juan Lacaze en el Departamento de Colonia—, nieto de Juan Lacaze Sosa, —ex director del Hospital Fermín Ferreira de Montevideo—, e hijo de Antonio Simone Lacaze (n. 1890) —amigo temprano de Carlos Gardel e Irineo Leguisamo—. Antonio brindó información que le fuera transmitida por su padre, por su madre Atila —Secretaria Administrativa del Fermín Ferreira—, por su tío Domingo Lacaze (n. 1886) —puestero en el Mercado del Abasto de Buenos Aires y amigo de Carlitos y de la familia Traverso, de la fonda O’Rondeman.

Los Lacaze ubican al jovencito en los albores del siglo en la casa de una “tía” en Montevideo, una morada donde una imponente palmera custodiaba la entrada. Situada en la calle que se deslizaba hacia la costa y en proximidad a un tambo. El muchacho, en sus noches de descanso, ocupaba un cuartito donde las bolsas de carbón reposaban, infundiendo al ambiente un aroma peculiar. La puerta de este espacio modesto quedaba ubicada bajo una escalera de fierro que se extendía hasta tocar el techo, en donde había un palomar.
Sus meticulosos relatos se alinean con la realidad de aquel tiempo. Rondeau se erigía como una animada vía comercial, descendiendo hacia la costa y sirviendo como ruta para el Tranvía del Norte, un medio de transporte que, entre 1875 y 1925, operaba sin electrificación. La flota, en sus inicios compuesta por veinte coches provenientes de Nueva York, se multiplicó a cincuenta y dos para el año 1901, todos ellos arrastrados por tríos de caballos.
En la encrucijada de Rondeau y Cerro Largo, justo bajo la sombra de una gran palmera, se erigía uno de los tres puestos de “cuarteador” de la Línea Céntrica. Estos hábiles operadores asumían un papel protagónico cuando era necesario cambiar los caballos por otros frescos ó añadir un cuarto animal al enfrentar la cuesta empinada en el retorno desde la costa, ó cuando los vagones se abarrotaban con la carne proveniente de los Corrales De Abasto De La Barra, ubicados en la Estación Ferroviaria del Norte en Arroyo Seco. A pesar de ser transporte de carga, los vagones también admitían pasajeros, aunque en cantidades limitadas debido a la restricción de contar sólo con dos coches. Esta limitación derivaba en que la gran mayoría de los servicios se convertían en mixtos, fusionando las necesidades de transporte de mercancías y personas en un mismo trayecto.
En dicha esquina, se alzaba el Buzón Vecinal, identificado como el número 7 entre los treinta y cuatro distribuidos por diversos puntos de la ciudad; modesto elemento de la infraestructura urbana que testimonia la red de comunicación que se tejía entre los habitantes, proporcionando un punto de encuentro para la correspondencia y las noticias de la comunidad.
Un poco más arriba, en la intersección de Avda. Gral. Rondeau 1.651 y Orillas del Plata (hoy Galicia), emergía majestuosa la Gran Tienda J.B. Introzzi. Fundada en 1890, estas grandes tiendas dieron origen a un latiguillo que todavía algunos montevideanos sigue usando hoy en día: cuando las circunstancias exceden las capacidades de una persona y la situación “Le viene grande”, se dice: “Te queda Introzzi”.
Aquí cabe aclarar un error crucial: los investigadores confundieron la antigua calle Cerro (hoy Bartolomé Mitre), con la calle Cerro Largo, ambas arterias unidas por el Tranvía del Norte que salía d de la Estación R por la calle Queguay, tomaba Cerro Largo al Este; seguía por Yaguarón hacia Paysandú, tomaba la de Gaboto hasta llegar a Rivera, luego por Vázquez, Canelones, Camacuá y Ciudadela, hasta Reconquista, luego a Cerro, Buenos Aires, Maciel, Piedras, y por último, Cerro Largo para volver a Queguay, siguiendo por Yaguarón, Queguay y Cerro.
La vivienda del número 23 de Calle Cerro Largo quedaba a cuatro cuadras —400 metros— de la escalinata de la Plaza Cagancha y de la Avenida 18 de Julio, ocupaba la esquina con la Avenida General Rondeau que hasta 1881 se había llamado Ibicuy. Un dato que resulta clave porque coincide a la perfección con las palabras vertidas por el propio Gardel quien afirmó haber pasado su niñez en una vivienda de la calle Rondeau de Montevideo. Así se lo transmitió en la intimidad al pianista Abraham Thevenet (1899–1981), y a otros tres músicos uruguayos: Vicente Alfonso Navatta Grasso (1904– 1972) violoncelista, Eduardo Zito (1888–1983) violinista, Domingo Jacobo Guido (n. 1892) bajista, a los cuales conoció en Nueva York a fines de 1933 por intermedio del director montevideano Hugo Mariani (1899–1966). Junto a ellos, con Terig Tucci (1897–1973) y cinco músicos más, trabajó durante la musicalización de sus películas norteamericanas. Thevenet asegura que tras aquél primer encuentro: “siguió hablando de cómo le gustaba venir aquí [a Montevideo] y andar por [la Avenida] 18 de Julio, ir a [el hipódromo de] Maroñas, ver a los amigos… me acuerdo que nos contó: —«Estoy edificando una casa para mi “vieja” en Punta Gorda» [v. 1933]. Pero en los meses siguientes nunca más volvió a decirme que éramos compatriotas. Sólo una noche lo hizo y estoy seguro que mencionó la calle Rondeau”.
Este testimonio, publicado en el diario El Día el 24 de junio de 1975, añade una capa adicional de autenticidad a la conexión emocional y geográfica de Gardel con Montevideo y con esa vivienda en particular.

Las mujeres de Elodina
Es esencial realizar un nuevo preámbulo, para contextualizar la importancia de doña Elodina, la dueña de la casa, y sus hijas, en la trayectoria del futuro astro, un papel que va más allá de lo que en principio podría sospecharse.
Elodina contrajo matrimonio en 1865 con Gervazio de Souza Netto (1845–1870), un terrateniente brasileño, y juntos tuvieron tres hijos: Tertuliano (1866–1938), Julio (1867–1925) y María Emilia
(1869–1952), quienes llevaron los apellidos Netto Escayola. Tras quedar viuda en 1870, Elodina estableció una relación con Olayo Sosa «El Negro», un hombre de color casi treinta años mayor que ella y estanciero de Arroyo Malo, San Máximo. Se rumorea que este vínculo fue controversial, tachado por algunas lenguas malintencionadas como un “secuestro”. De esta unión nacieron cinco niñas: Amanda (1871–1932), Bonifacia (1872–1908), Manuela (n. 1873), Elodina hija (n. 1874) y María «La Negra» (1875–1914), que llevaron los apellidos Sosa Escayola. La familia se estableció en Laureles del Queguay, en Tambores, Departamento de Paysandú (hoy Departamento de Tacuarembó). Después del fallecimiento de Olayo Sosa en 1879, la viuda se trasladó a la mencionada casa en la calle Cerro Largo 23, en la Capital, con sus hijas María y Bonifacia.
Cabe destacar el nombre de María, apodada «La Negra», la hija menor de Elodina, que desempeñará un papel significativo en la vida de Carlos y que, hasta ahora, ha sido poco ó nada estudiada.
Alrededor de 1890, con apenas quince años, María se mudó a un edificio recién inaugurado, el Conventillo de Risso (hoy conocido como El Mediomundo), ubicado en la calle Cuareim 1.017 (hoy Zelmar Michelini 1.080) entre Durazno e Isla de Flores (hoy Carlos Gardel). Este sitio —ahora considerado un ícono gardeliano y un monumento histórico a la raza negra y al candombe oriental, lugar de nacimiento de las comparsas Miscelánea Negra y Morenada—, se erigía detrás de una fachada señorial de estilo clásico, contando con cuarenta habitaciones distribuidas en dos plantas, cuatro servicios higiénicos comunes y treinta y dos piletas de lavado en el gran patio central. La paleta de colores que lo pintaba tenía pinceladas de rosa desvanecido y destellos azulados. Aquel caserón, con sus muchas puertas, se convertía en un campo de juego para el viento, que corría más veloz que las risueñas bandadas de niños que lo habitaban. Y todas las puertas desembocaban hacia el gran patio central, que desde sus inicios se convirtió en un tablado popular para un abanico de ritmos, cantos y bailes.
En este entorno, la joven mulata María, dotada de gracia, belleza, flexibilidad, audacia, creatividad e inteligencia, aprendió los movimientos sensuales que más tarde la llevarían a innovar diversas figuras para la nueva danza que estaba emergiendo en ambos márgenes del Río de la Plata y que se comenzaba a reconocer con la palabra “tango”. Este género musical, un híbrido de diversas influencias culturales, recibió una contribución fundamental de los descendientes de esclavos africanos. Una comparsa del Risso, muy antigua, que aún perdura, hace referencia a los bailes de la mencionada María, como queda plasmado en la siguiente estrofa:
“Francisco tá un poco fitongo y le dice a tía María
que viene la noche que e’ Diablo y hacemo cosa seria.
¡Jua, jua, jua,
ay qué risa que me da!”
(Recopilado por José Luis Lanuza, “Morenada”, 1967, p. 194.)
Las milongas, tanto en su expresión de baile como en su forma cantada, surgieron como improvisaciones ingeniosas donde el movimiento y el sonido se entrelazaban de manera espontánea. Estas manifestaciones fueron creadas por los negros criollos, quienes imprimieron en ellas la autenticidad de su cultura. Aunque con el tiempo las milongas evolucionaron para adaptarse a las sensibilidades cambiantes de la sociedad, también dejaron atrás parte de la riqueza cultural y la frescura que las caracterizaban en sus inicios.
Sin embargo, para comprender de manera cabal la historia y evolución del tango y la milonga, es imprescindible reconocer y valorar las profundas raíces africanas en su creación. El tango, la milonga y la payada están entrelazados en una tradición que fusiona lo africano, lo criollo y lo popular. Según el historiador Vicente Rossi, en Montevideo el tango se conocía al principio como “milonga con corte”, señalando así la estrecha relación entre ambos géneros. Es en esta fusión donde radica la esencia perdurable de una tradición que, pese a sus transformaciones, sigue resonando con la fuerza de sus orígenes.
Tango en negro y blanco
A escasos pasos del Conventillo de Risso, en una pensión conocida como El Varretero —mala pronunciación genovesa del castellano “El Carretero”, porque allí paraban los carreteros cuando arreaban ganado hacia la ciudad desde otros Departamentos, como Salto o Paysandú—, ubicada en la calle Isla de Flores 177 (hoy Carlos Gardel 1.174), entre Cuareim y Avda. General Rondeau (hoy Héctor Gutiérrez Ruiz), manzana 120, alquilaba una habitación de ladrillos de barro un personaje fundamental para nuestra historia: Arturo De Nava (17 diciembre 1876–22 octubre 1932), el célebre autor de la famosa canción “El Carretero”, compuesta en la susodicha pensión hacia 1894. Esta canción se convirtió en el tema favorito de Carlos Gardel y más tarde en uno de sus primeros éxitos a nivel local e internacional. De Nava era hijo de Gregoria Ledon y del legendario payador Juan M. De Nava Gonzáles (1856–2 septiembre 1919), aquel que desafió en una histórica confrontación al insigne payador argentino Gabino Ezeiza el 23 de julio de 1884 en Paysandú. Este evento fue tan celebrado que en Argentina todos los 23 de julio se sigue conmemorando el “Día del Payador” (Ley 24.120, 1992).
Arturo De Nava, al igual que su padre, fue payador y tuvo un contacto directo con el candombe, aprendiendo los pasos de baile y el compás, siendo uno de los primeros creadores del baile masculino del incipiente tango. Además, comprendió el bozal ó argot de los negros y entabló una amistad con la mencionada «Negra» María Sosa Escayola, con quien compartía un parentesco lejano por línea materna. Todas estas experiencias quedaron plasmadas en uno de los precursores más destacados del tango-canción, su “Tango de los negros”, que grabó por primera vez en cilindros en Buenos Aires en 1902, en discos el 31 de diciembre de 1907 (Victor 62206A, Matriz F-87) y volvió a grabar en 1912 (Scala 60325A).
Arturo fue un adelantado a su tiempo, logrando amalgamar los ritmos de candombe, habanera y milonga al agregar introducción e interludio, una modalidad que el grupo Los Olimareños presentaría como novedad recién en 1964 con el tema “Negro y blanco” compuesto por Víctor Lima (Antar/ Sondor – PLP 505). Además, en el “Tango de los negros”, De Nava utilizó la caja de la guitarra como instrumento de percusión acompañando el rasgueo, recurso hispánico que muchos guitarristas de diversos géneros aplican en la actualidad, pero que era poco habitual en las primeras grabaciones. Su texto también es sorprendente, recreando y registrando el dialecto y giros lingüísticos de los negros de la época, como destaca Hamid Nazabay en “Arturo de Nava y el canto criollo en el Río de la
Plata” (2017, p. 194). De Nava estaba familiarizado con el léxico del primitivo “bozal”, y en la segunda parte de la canción utiliza expresiones y giros lingüísticos para describir el apasionado baile de la «Negra» María.
La canción comienza con estas estrofas:
“Buenas tardes, ché, damita,
¿cómo le va a su merced? Yo vendo escoba y plumeros a ver si me compra Usté.
Yo las vendo tan baratas por la triste situación; se las vendo garantidas y de buena condición.
¡Dejá negro tu comercio!
¡Dejáte de atormentar!
¡Tratá de bailar un tango
y de tu cuerpo quebrar! Y mostrándole a la amita todita tu agilidad
así quedará contenta
cosa que no vuelvas más.”
Los historiadores Vicente Rossi (“Cosas de negros”, 1958, p. 76) y Rubén Carámbula (“Negro y tambor”, 1952, pp. 51-61, 183-185) explican que el escobero era el auténtico tambor mayor de las comparsas montevideanas de negros lubolos, y ejecutaba malabarismos con su escoba. El escobero, protagonista de la canción de De Nava, asume el papel de líder durante las noches, dirigiendo una ronda de tambores. Los negros y mulatos inician sus danzas, primero con el “malambo”, luego con un “malambo-quilombo” (donde se originará el concepto de “milonga”), y en el cierre, María improvisa los pasos del baile que le otorgan el título a la canción, cuya tercera estrofa y estribillo sigue así:
“¡Oia! ¡Borocotó borocotó, canela! Y a eso de la medianoche Francisca apagá la vela.
Oyé-ye-yumba
y nkunga ki mamalé kipé.
Oyé-ye-zamba
y ai bombo calungan-güe. Nkunia Mpejka kinubamba, Nkunia Mpejka ki-bembé.
Oyé-ye-yé María kuanibe bamba ye-yé y el negro caxiquengue.”
La canción parece mezclar elementos bantúes, influencias afro y español. Sin embargo, muchas de las palabras africanas pueden estar modificadas ó distorsionadas por la oralidad, pero su contenido puede deducirse. Según Isidoro de María, los morenos “se entregaban contentos al candombe con su calunga cangüe, ese elumbá y otros cánticos acompañados con las palmadas cadenciosas de los danzantes, que movían piernas, brazos y cabezas (“Montevideo Antiguo”, tomo I, p. 279). Vicente Rossi, explica que los bastoneros cantaban calungan-güe y la rueda contestaba oyé-ye-yumba (Op. cit., p. 77 y nota 7 p. 232). Calunga significa mar en lengua quimbunda de la actual Angola, y es el nombre de una deidad conga que sacaban los maracatús en ocasión de la fiesta de la Virgen del Rosario en el Brasil (Horacio Jorge Becco,“Lexicografía religiosa de los afro-americanos, en BAAL”, tomo XX, 1951, p. 314.
Arthur Ramos, “As Culturas Negras no Novo Mundo”, 1937, p. 359). Esta tradición negra la recordó Enrique Santos Discépolo «Discepolín» cuando añadió letra a “El Choclo”, contando la historia del tango desde su origen: “Carancanfunfa se hizo al mar con tu bandera…”
“Borocotó” ó “Borococó” es una hierba medicinal vigorizante con propiedades afrodisíacas que, en medio del canto, funciona como “flatus vocis”, es decir, ha perdido su significado original pero sirve como sonido para impulsar el ritmo en el baile, de manera similar a la expresión española “¡Canela!” ó la cubana “¡Azúcar!”, que más ó menos sería sinónimo de algo bueno, bello, excitante, energético. “Bombo” es un tambor grande introducido por los africanos en la región del Río de la Plata. “Zamba” ó “Zambomba” se refiere a un instrumento musical de barro cocido ó madera, que se frota con la mano humedecida para producir un sonido fuerte, ronco, monótono. “Nkunia Mpejka” designa la danza que hoy conocemos como Malambo, que a su vez deriva de una palabra bantú de la actual Nigeria (Teodoro Díaz Fareto, “Diccionario de la lengua conga residual en Cuba”, 1997, p. 55). “Kinubamba” significa cabeza y aquí se interpreta como liderar ó iniciar algo. “Kibembé” es el equivalente a “quilombo”, prostíbulo, asimilado humorísticamente en “Qui-bebe” por su semejanza con el español “Que-bebe” (Ildefonso Pereda Valdés, “El negro rioplatense”, 1937, p. 77). “Kuanibe bamba” se refiere a bailar de manera casual, improvisada, inventando sobre la marcha. “Caxiquengue” es una palabra híbrida que significa diablo ó endiablado; en Uruguay y en el litoral argentino, se utiliza para describir un tipo de fiesta ó baile (Adolfo Montiel Ballesteros usa la palabra con este sentido en un pasaje de su obra “Vida y mundo de Juancito el Zorro”, 1947, p. 106: “En lo mejor del cachiquengue, cuando la gente ya estaba mariada…”).
Intentar captar el espíritu de la canción y su función como una expresión artística con influencias africanas y locales, podría llevarnos a una traducción aproximada al español como la siguiente:
Oye, una mezcla de ritmos se escucha, el poder vital se siente en el aire.
Oye, una mezcla de danzas comienza,
y el bombo resuena con fuerza vibrante. Bailando el malambo,
el malambo llegó a los burdeles.
Oyé-ye-yé, María se mueve al compás,
del negro endiablado, poseído por el ritmo.
De este modo, musical y estilísticamente el “Tango de los negros” de De Nava vincula la milonga (término que en lengua bantú significa “parlotear“) y el candombe (que en bantú quiere decir “cosas de los negros“). Sienta así las bases necesarias para el desarrollo del compás y letras del naciente género llamado “Tangó congoleño” y simplemente “Tango”.
En la zona rioplatense usaban la palabra “tango” para designar un lugar de reunión, baile y jolgorio, con frecuencia nocturno y el ritmo “canyengue” (que significa “desmedrado” ó “cansino“, deriva del quimbundo “ka ngenge“) refiere a los desplazamientos rítmicos característicos de la música afroamericana. Digno de mención es que en España se llamaba “tango” a una reunión y baile de gitanos (“Diccionario Hispano-Americano”, 1897, tomo XX, p. 207) y se constata que en 1836 en la Isla del Hierro, Canarias, se designaba de esa forma a “una reunión de negros para bailar al son de un tambor”. El instrumento de percusión recibía idéntico nombre de lo cual se deduce un origen onomatopéyico del término, “tan” al golpear el cuero, “go” al golpear la madera.
Sin embargo, hay un dato clave y que suele pasarse por alto, y es que en la región congoleña existen los términos “tango”, “ntango”, “ó tangó” en lengua lingala —una de las cuatro lenguas oficiales de la actual República Democrática del Congo—, que están asociados al sol y significan “tiempo” y “momento”. Teniendo en cuenta que estos bailes solían comenzar por la noche y prolongarse hasta el amanecer, la forma circular del tambor puede entenderse como una alegoría del astro solar y del ciclo de la vida, reproduciendo el sonido rítmico del corazón humano. Esta interpretación sugiere que los esclavos africanos traídos a América del Sur durante la época colonial introdujeron el término tango, que luego, castellanizado y por simple asociación pasó a significar “ritmo de tambores” o “lugar donde se toca el tambor”.
Por una razón similar, en el caló español la palabra tango era sinónimo de “pierna” o “zancada”, probablemente en alusión al movimiento característico de las piernas al ritmo de los tambores.
El erudito Blas Matamoro hace una reflexión sobre la etimología de la palabra “tango”, sugiriendo que tanto “tango” como “tambó” eran voces onomatopéyicas que se referían al sonido del “tambor”, tamtan ó candombe utilizado en los bailes de los negros. Cuando el bailarín solicitaba al candombero tocar el tambor, solía decir “tocá tan-gó” ó “tocá tam-bó”. Además, en la época de la esclavitud, el término “tango” era utilizado por los negreros para referirse a los lugares donde se reunían los esclavos. Prosigue Matamoro: “Admitido el origen bozal, mulato y onomatopéyico de la voz, conviene anotar que se convirtió en vocablo español. Por la misma época, tango andaluz, tanguillo ó simplemente tango, designó en el sur de España a la antigua contradanza de origen renacentista, baile que había sido importado a América con la colonización. En Cuba, ciertas figuras negras fueron incorporadas a la contradanza, llamada desde entonces danza habanera ó habanera. Ella pasó de La Habana al salón y al tablado de Andalucía” (“La ciudad del tango: tango histórico y sociedad”, 1982, p. 11).
Más allá de una línea etimológica de raíz africana-hispano-americana, cabe acotar que en Normandía ya desde el siglo XVI hubo una danza llamada “tangue” y en Alemania existían desde 1872 unos café- concierto denominados “tingel-tangel”. En francés, la palabra “tángon”, surgida en 1611, designa a unas piezas de la proa de un buque cuyo cabeceo ó balanceo se llama “tanguer”, castellanizado sería “tanguear” y el movimiento asemeja a una pareja que baila al unísono abrazada. Todas ellas derivan de la palabra latina “tangere”, que significa “tocar” ó “teñir” un instrumento. Esta teoría sugiere que la palabra fue adoptada por viajeros europeos que tocaban música en las tabernas portuarias de Buenos Aires, pero sobre todo en Montevideo, que tenía un puerto de mayor calado, y por tanto de más tráfico que el de la orilla argentina.

Influenciadores
En aquellas reuniones de la negritud montevideana, Arturo De Nava compartía una estrecha relación con la Negra María y en el patio de la residencia se gestaban encuentros impregnados de canto y guitarreada. Carlitos era asiduo de aquel espacio, sumergiéndose de lleno en los vibrantes movimientos musicales y artísticos que germinaban entre las paredes de Risso, y bajo estas circunstancias, era inevitable su encuentro singular entre el intrépido Arturo, de quien, según narra Nazabay, recibió lecciones de guitarra y orientación vocal en el primer año del siglo XX (Op. cit., 2017, p. 96).
En el mismo lugar, Carlitos habría recibido también otras influencias notables. El diario El País, reseña, el 17 enero de 1982: “En 1960 recibimos una carta en la que se nos informaba que el periodista Labandeira había escrito, hacía muchos años en Treinta y Tres, que Gardel asimiló mucho, por los años iniciales del siglo del estilo de José Majuri [Mayuri], el legendario “Pepo”, aquel tan melodioso cantor montevideano, cuya existencia se malogró en temprana edad, como que murió muy joven, en 1914 [en realidad, ese es el año en que comenzó a perder su voz, pero siguió vivo hasta 1924], sin habernos legado ni un solo disco. Pero, por tradición oral, se han conocido sus virtudes cantables, tal como lo han dejado establecido Lauro Ayestarán y algunos colegas en libros y notas destacadas”.
José Miguel Mayuri «Pepo» vio la luz en el año 1886 y se erige hoy en día como uno de los más destacados cantores uruguayos, además de ser un virtuoso guitarrista. A pesar de su muy elogiado talento, sus melodías nunca quedaron plasmadas en cilindros ni discos, permaneciendo como tesoros efímeros de la tradición oral. En los albores del siglo XX era un muchachito que trabajaba como vendedor ambulante de verduras entre los barrios Goes, La Comercial, donde vivía [v. 1907], y por Jacinto Vera.
El catedrático, abogado, dramaturgo y letrista Juan Carlos Patrón «Pancho Reijo» (1905–1979), en su evocador libro “Goes y el viejo café Vaccaro: crónicas” (1968), nos transporta a la escena de aquellos días, describiendo cómo Pepo, quien estudiara canto en la academia de la avenida General Flores, iba por las calles ofreciendo sus verduras con su mano izquierda, con la derecha haciendo pantalla a su voz. Un corcel dócil y manso lo seguía con paso cansino, cargado con un par de bolsas, pegado al cordón de la vereda. El pregón de Pepo, sostenido por una voz diminuta pero de encanto extraordinario, resonaba en las calles, con una maestría que elevaba y descendía de manera peculiar. “Hace rulos con la voz”, afirmaban sus colegas, reconociendo en él las características de los intérpretes del cante jondo andaluz.
En los aires nómadas de los circos ambulantes, Pepo trascendía su rol de vendedor para representar la vida de Juan Moreira, añadiendo un matiz teatral a sus interpretaciones. Entre acróbatas, payasos y monos amaestrados, Pepo entretenía a la audiencia con melodías campesinas, tejiendo la atmósfera de esos momentos fugaces pero inolvidables para quienes llegaron a ser testigos.
Según la tradición —esa forma caprichosa pero insistente de la memoria colectiva— Gardel conoció a Pepo Mayuri durante la inauguración del almacén y bar del inmigrante italiano Girolamo Vaccaro, conocido por todos como «Yirumín». El establecimiento se encontraba en el entonces Camino de Goes (hoy avenida General Flores), en una esquina donde la calle Goes se cruzaba con Aurora (hoy Domingo Aramburú), y ofrecía dos accesos: por una puerta ochavada se ingresaba al almacén, mientras que el despacho de bebidas abría directamente sobre Aurora.
El bar fue atendido, sin interrupción, por tres de los cinco hijos del inmigrante Girolamo Vaccaro, a quien los parroquianos bautizaron «Yirumín» según el idioma oral del barrio. Juan, Antonio y Alberto se turnaban para mantenerlo abierto veinticuatro horas al día. En sus comienzos, el local fue humilde: un rincón de madera y sombra en el cruce de las hoy avenidas General Flores y Domingo Aramburú, que temblaba con el chirrido de los tranvías que llegaban y salían de la terminal. Pero con el tiempo, se convirtió en un pequeño santuario de la gula y la cultura montevideana.
El salón comedor comenzaba a latir con fuerza a partir de las diez de la noche. Las mesas, copadas desde temprano, esperaban el desfile de sus célebres pucheros: una presa de gallina, carne en trozos, chorizo, morcilla, tocino, boniatos, papas, garbanzos, zapallo, zanahoria, repollo. Un puchero de todas las estaciones. En la cocina estaba Felipe Medina (1876–1958) que ofrecía también churrascos que parecían pensados para guerreros antiguos y milanesas de tres capas —la inmigración italiana estaba influyendo en la gastronomía uruguaya, lo que se evidencia en platos como la milanesa, así como las pastas y pizzas—. Atendiendo el mostrador, se hallaba Roberto López que preparaba sándwiches y, cuando el acopio lo permitía, servía perdices “a la escabeche”. El café moka, humeante y denso, era el aroma tutelar del lugar. Pero entre las botellas, reinaba un vermouth de abolengo francés: el Noilly Prat, nacido en 1813 en la ciudad de Marseillan. Con los años, aquel bar de esquina se transformaría en el Gran Café Vaccaro, un imponente edificio de estilo art déco, que solía ser visitado por toda la bohemia.
Pero por 1900 —cuando el porvenir era apenas una esperanza—, Pepo formaba dúo nada menos que con Néstor Feria, quien con el tiempo también ingresaría en el panteón algo inestable de las leyendas de la música popular uruguaya.
En relación con esta fase inicial, el musicólogo Coriún Aharonián, en su análisis sobre las “Músicas populares del Uruguay” (2007, pp. 69-70), planteaba la intrigante pregunta: ¿Cuál era la razón por la cual Gardel cantaba de la manera en que lo hacía? Concluye que este icónico cantante de diversos estilos poseía su destreza gracias a la enseñanza recibida en la escuela no institucionalizada—pero igualmente poderosa—de los estilistas. El estilo estaba regido por reglas específicas que abarcaban la estructura formal, la cuidada elaboración de los versos y la sofisticación tanto en la expresión hablada como en la emisión vocal. El modo de cantar de estos estilistas se caracterizaba por no adherirse a los cánones de prestigio de la cultura dominante de la época, más cercano a la emisión madrigalista que a la operática ó zarzuelística (a las cuales se intentó asociar a Gardel de manera insistente), incluía características como el hábil pasaje fluido hacia y desde el falsete.
Pero no sólo la forma de cantar estaba evolucionando, sino también la música, y el baile asociado. A ocho manzanas del Café Vaccaro, en la calle Isidoro de María 1.477 (antes Paso del Rey), se alzaba un rancho modesto, donde se vendían verduras, justo frente a la bulliciosa Plaza de las Carretas. Fue en esa humilde construcción donde, la noche del 2 de diciembre de 1866, se danzó quizás el primer “tango” con parejas abrazadas, una reinvención de la habanera tradicional traída por marineros cubanos, cuyas notas fueron arrancadas por guitarra, flauta y violín. Pero la costumbre quedó y los vecinos decían: “Vamos a bailar tango al rancho de la plaza”. Así lo recordó Leonardo Durante, argentino de cuna, con años de historia en el barrio de Goes, dueño de una sastrería en la calle de los Libres 1.620 (hoy Libres). Testimonio recogido del olvido por Ovidio Cano, periodista del diario El Día.
Los hermanos canten unidos
Cuando caía la noche, Juan Medina, terminaba de colocar los últimos tipos de plomo en el taller de El Día, entonces tomaba su guitarra y bajaba a los boliches del Bajo. A él se unía su amigo Carlitos, cuando el silencio dominaba los talleres de El Heraldo. Juntos visitaban los lugares donde se reunían sus cantantes favoritos. Fue en esos recodos de tabaco y canto donde ambos se cruzaron con Pepo Mayuri «El Ruiseñor» y algo más que una amistad nació: una complicidad artística que se mantendría perenne.
Juan, era cantor de las melodías criollas que recogían la fragancia del campo uruguayo; en ocasiones payador. También su hermano más pequeño, Pedro Nicasio Medina «El Pampa» (1890–1954), compartía la misma vena musical, aunque sus destinos tomarían rumbos distintos. Mientras Juan, en los años ‘20, perdía la voz bajo el peso implacable de la tisis, su hermano Pedro seguiría su carrera alcanzando renombre. Será el primer relator de jineteadas en el Prado de Montevideo cuando dicho recinto abrió sus puertas el 4 de abril de 1925. Su manera de narrar era tan singular como su regordeta y bonachona figura: a caballo, dando vueltas alrededor del ruedo mientras tocaba una corneta. Además de su talento como payador, Pedro Medina era también recibidor de ganados en la Tablada de Montevideo, desde donde cabalgaba hasta el Prado, fusionando en su andar las dos grandes pasiones de su vida: el campo y el arte de la palabra improvisada.
Pedro brilló con la musicalización de versos populares, compuso, por ejemplo “Amanecer”, y hasta llegó a grabar, siendo su mayor éxito el poema “Truco’e cuatro” del minuano Guillermo Cuadri
«Santos Garrido» (1884–1953), cuyas estrofas iniciales dicen así:
“Don pulpero, alcansenós las cartas y los porotos,
vamo’ a ganarle a estos chotos uno ‘hasta el dos de tres dos’. Güeno, tape, las das vos,
y vos las cortás, Mariano. Cuidáme muy bien la mano porque si pierdo y me tomo puede que te deje el lomo como galope’e gusano.”
Como dice el poema “Cuarenta naipes han desplazado la vida”, y como dice la canción en los últimos años de los ‘30, jugando una partida de truco, que bien pudo haber acabado en versos, terminó en tragedia. Pedro Medina, en un arrebato de furia, segó la vida de su contrincante. Las sombras cárcel lo envolverían durante más de una década, y tras su liberación, la muerte poco tardaría en reclamarlo.
“Cuando la vida nos falla de nada vale el coraje
ni el honor de un homenaje ni el valor de una medalla llora una guitarra y callan sus cuerdas que ya no trinan y dolorosas se inclinan
en su caja atribulada
que está de llanto empapada llorando a Pedro Medina.”
(Julio Gallego, “A Pedro Medina”, elegía, 1954.)
Fue en la década del ’10, Juan Medina forjó una alianza con Pepo Mayuri, y antes de que el silencio
arrebatara sus voces, lograron formar uno de los dúos más memorables que el Montevideo antiguo recuerda. A diferencia de Pedro Medina, Juan y Pepo nunca grabaron, sólo dejaron su huella en las cuerdas de las guitarras y en las almas de quienes estuvieron presentes. Entre otros, Humberto Correa, con su poema homenaje “Canto ‘e viejo” de 1960, quiso rescatar del olvido aquella experiencia:
“Atiéndame aquel que un día se extasiará con un canto hasta ahogarse con un llanto ante una dulce armonía
que oyeron las melodías
del gran “Pepo” el ruiseñor de Juan Medina el cantor del gaucho Feria y Damián
que en mis seis cuerdas están como el recuerdo mejor.”
Una década y media después, la noche del 27 de julio de 1915 reunió en el escenario del Teatro Politeama de Montevideo a Juan Medina y Pepo Mayuri con dos jóvenes que apenas despuntaban: Carlos Gardel y José Razzano. Fue en el marco de un festival a beneficio de la Sociedad Criolla, que aún existe bajo el nombre de Sociedad Criolla Dr. Elías Regules.
Gardel, todavía sin mito, volvió a cruzarse con Medina y Mayuri —aquellos guitarreros de antaño que, en patios sin testigos, le habían enseñado los primeros secretos de las bordonas y la poesía de Regules.
Fue un reencuentro. Bajo las luces del Politeama, Gardel no subía al escenario como promesa del porvenir, sino como hijo legítimo de guitarras viejas, como compañero de aquellos hombres que, sin saberlo, ya habitaban el territorio del recuerdo. Allí, entre saludos, miradas y acordes compartidos, el tiempo pareció curvarse: lo que era presente se volvió pasado, y también profecía.
Como si la música —esa forma sutil de la memoria— hubiera sabido que aquella noche merecía ser recordada.